Texto escrito por Javier Soria Vázquez para la colección Unx x unx a partir de una entrevista a Aquiles Badi, a quien pertenecen las pinturas que acompañan, publicada en la revista Siete Días el 16 de septiembre de 1974.
Podría haber pintado el tozudo estoicismo de mi casa en Milán entre el punzar de las llamas. O el lomo plateado de la bomba que como una ballena encallada por años durmió en mi jardín. Podría haber pintado la fusta del hambre con el pálido celeste de una Italia devastada, el accionar horrendo y las contiendas entre rojos y azules con gris humo, las escurriduras sobre los pocos paredones en pie con negro perileno y bermellón, el aullido terracota que expulsa un cuerpo cuando se le desprende el alma, o el expolio a familias enteras que desfilaron encauzadas por mosquetones con tierra de sombra tostada.
Pero hasta de aquellos momentos he tenido la capacidad de desentenderme del cuerpo y huir.
Mi madre decía que yo nunca parecía estar despierto. Que mi rostro reflejaba la placidez del sol de todos los abriles. No tengo una explicación lógica para eso. Solo sé que por naturaleza tiendo a alejarme de las calamidades auxiliado por los recuerdos serenos de la infancia.
Los colores son muchas veces los mismos pero las formas son otras: más amables, más gratas, más armónicas, más acordes, más felices, más mansas.
Hoy he terminado una pintura que sé que siempre voy a evocar. No porque mi memoria sea excepcional sino porque he anotado todas sus características en mi libreta de recuerdos precisos: título, fecha de acabado, materiales, tonos predominantes, elementos compositivos, dimensiones y, por supuesto, el recuerdo que la ha engendrado.
Es otro sábado Y la mujer coloca un banquito caoba en el bordillo de una vidriera de Corrientes al 1200 que oculta después de las diecinueve detrás de la puerta del hall del vasco.
Voluptuosa se acomoda el vestido desenfunda la vihuela pellizca dos cuerdas exhala un sol sostenido inhala profundo el aire del río e inicia esa canción que modula y replica durante dos horas
Una furtiva lacrima negli occhi suoi spuntò: Quelle festose giovani invidiar sembrò. Che più cercando io vò? M’ama! Sì, m’ama. Lo vedo, lo vedo.
Un solo istante i palpiti del suo bel cor sentir! I miei sospir confondere per poco a’ suoi sospir! I palpiti sentir, confondere i miei coi suoi sospir… Cielo! Si può morir! Di più non chiedo, non chiedo.
Ah, cielo! Si può morir Di più non chiedo. Si può morir, Si può morir d’amor.
La cosa es que se acerca y con el filo de la mano le atraviesa el cuello. El animal solo flexiona una pata en señal de respuesta y amaina. El hombre se acuesta de lado, imitando postura y forma del bicho, y se duerme. Esperamos cinco, diez, quince minutos. Algunos se impacientan y se marchan. Yo creo, ferviente, que algo más va a suceder. No tengo reloj, así que no sé cuánto tiempo pasa. Los dos siguen ahí, bajo una luz fluorescente de luna, en la misma posición, sobre un rectángulo blanco. Creo que todavía quedan algunos, por el sonido de roces que escucho atrás cada tanto. Me siento, me acuesto de costado y me duermo.
Una circunferencia roja pintada sobre un espejo. El animal camina apoyando sus patas en la línea. Se ve un poco ridículo. (Un bicho tan tosco, en posición de ballet). Si una pata rompe línea, un rayo azul chispea a un lado y lo obliga a retomar la exactitud del curso. El hombre espera parado en la punta de una aguja con los ojos vendados, predisponiéndose a saltar. El animal desvía, y otra vez azul. Está cansado. El hombre también. La luna custodia la marcha y pestañea disparando esos rayos cuando las cosas no salen bien. El bicho se detiene, y el hombre salta y cae adelante, sobre la línea. La luna vuelve a pestañear y el rayo horada al hombre. El animal solloza y se niega a avanzar. La luna crispa y caen centellas por todos lados. El animal inmuta. El hombre yace. La luna se esconde tras una nube a pensar. El animal soba el cuerpo con el hocico, buscando pulso. La luna regresa y fulmina al bicho.
II.
Una chica de unos treinta se anuda la corbata como le enseñó su padre. Otra afirma que, entre tocarse y comer, prefiere tocarse y comer.
Seguime, dice agarrándome fuerte el índice y arrastrándome entre los concurrentes a velocidad de guepardo.
Un tipo de camisa verde con bananitas violeta derrama su copa sobre mi hombro y corre indignado a llenarla de nuevo. La mujer del palo enjabonado me golpea la nariz con un descomunal anillo de acero quirúrgico y jade. Otra de más edad, amaga un puntapié y se arrepiente. Este tipo que sale en la tele se lanza y me muerde el lóbulo con intenciones de arrancarlo. Tropiezo con todos y caigo como cristo por tercera vez. La fulana se agacha sin doblar las rodillas y, con transigente gesto, me limpia los dos dedos de frente con un pañuelito negro que guardaba entre las tetas. Todos atienden.
Y así, desparramado y roto como un trapo, recito en tono anunciador:
Voy a derramarme otra vez. A pedir misericordia por habitar el mundo y lamer de la palma de los otros.
Voy a insuflarme el pecho, lanzarme al río con escombros amarrados a los pies y desprenderme en el trayecto para nadar más rápido hacia el fondo.
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*Las obras, «La iniciación» y «El siluetador», pertenecen a El Pelele.
Hago un lapso como el de Bayly cuando pensaba y ordenaba frases en televisión entrecruzando sus dedos y mirando fijo al entrevistado, y no sé por qué me viene a la mente ese capítulo de los Simpsons en que Marge es policía. No es que me viene el episodio entero. Ni siquiera en parte. Solo se me enciende un still de una escena de ese capítulo en que Marge es policía.
Tengo la dispersión de Jesús en el monte de los olivos.
Dicen que el tipo no comió, ni bebió ni pensó.
Dicen que el día cuarenta, el tipo se encontró (yo digo que alucinó) con Lucifer sentado a su lado, hablándole, tentándolo a comer aceitunas e incitándolo a lanzarse desde la cúspide de un templo para no caer y así demostrar al mundo que era El Hijo.
¿Quién no deseó volar alguna vez?
El tipo desconfió (¿de Lucifer?, ¿de sí mismo?, ¿de su padre?), se negó a saltar y prefirió entregarse un par de días después, para morir luego de sangrar y eyectar agua por un costado.
Lucifer perdió una apuesta.
—El menú del día —ordena la chica de la otra mesa.
Pienso en Marge, en la policía, en Jesús, en el monte, en los padres y en Lucifer. Miro a la chica del menú del día. Tiene un vestido muy ancho y largo, de color verde yuyo con varios bolsillos rojos. De uno asoma un celular dorado que la chica saca y enciende.
Pienso
en lo que piensa.
¿Sabrá que la miro
cuando, sumisa,
se ausenta?
¿Estarán buenas
las bombas de papa?
Me pido una swcheppes (que nunca sé cómo se pronuncia y siempre me hacen repetir) y pregunto qué tal las bombas de papa. El chico dice que son buenas y suculentas. Descubro el ojal de un botón ausente en su camisa, el chico se da cuenta y se pellizca el agujero con el índice y el pulgar. Le digo que me traiga eso con zanahoria y huevo y el chico se va sin sacar los dedos de ahí.
La chica del vestido ancho se desinfla, golpea la mesa, la panera se le engancha a la pulsera y tira a la mierda las tostadas de un pan que vaya uno a saber de cuándo será. Pienso en Marge, en nuestra policía, en Jesús, en las aceitunas, en el padre, en Lucifer y en el chico que se pellizca el agujero mientras tacha en un anotador que posa en la barra, el pedido que acaba de salir.
La chica habla con alguien a través de estos auriculares con micrófono de las secretarias. Putea entre dientes, pide que le resuelvan las cosas y pisa una tostada que no levantó. Corre el mantel para mirar, desplaza las migas con el pie generando un dibujo que serpentea y se espiga, y vuelve a putear.
Mi mesa tiene un mantel con dos heriditas del tamaño del ojal de la camisa del chico. Es de color azul con un bordado gris muy débil y deshilachado en las orillas. Hay sobre la mesa un triángulo de aluminio que sostiene tres servilletas marchitas, un frasquito de sal cubierto de viscoso aceite y una semilla de limón pegada a un borde.
Una semilla de limón
que se sujeta, aguerrida,
al azul de un mantel
por no ceder al abismo.
El abismo es solo una idea que construimos para desesperar con razón, para describir un sentimiento de incertidumbre. Es un espacio infinito y oscuro que invade, doblega y asusta.
Aunque, ahora que recuerdo, leí alguna vez sobre el abismo como un no espacio donde la caída no sería caída porque los puntos de referencia no existen. Caer sería lo mismo que permanecer suspendido. Por lo tanto, el abismo sería un no espacio infinito extremadamente aburrido en el que el temor al golpe final, en algún momento, desaparecería.
Viene otro chico con mis bombas y una mixta que no pedí. Resto importancia a la confusión, salo el tomate y mezclo con lo demás. Mi vecina se lleva a la boca el ñoqui más grande y humeante del mundo, embadurnado en salsa. ¿Tendría que haber pedido el menú del día? Los dilemas me persiguen y deberían predisponerme para escribir poemas.
Últimamente tengo la idea de hacer todo mal. Estimular, estimar y considerar el error como filosofía de vida. Aplicarlo para negarlo.
Basándome en la idea de que la mala pintura sigue siendo pintura, voy a pintar con dedicación sabiendo que el resultado se alejará considerablemente de lo que se piensa bueno. Voy a hacer lo mejor que pueda sabiendo que está mal, que dios no aprobará la técnica ni los materiales, ni el concepto ni el contexto. Voy a trabajar en eso para darle a dios un argumento fácil para destruirme y pisotear.
La chica del dibujo de migas en el piso me habla cuando, con el filo de un lápiz, amenazo con provocar marcas sobre una de las tres servilletas.
Me hago el boludo.
Ignoro.
Y cuando intento articular algo sobre esto de aliarme al error, la chica estira y mueve una mano para captar mi atención.
—¿Tenés un cargador? —dice señalando su celular.
—No —respondo y espero otra pregunta.
La chica gira y llama al chico del botón que falta.
Pretendo volver y escribir en la servilleta y solo me sale un óvalo que marco y remarco con insistencia. La servilleta cede y se rasga y signo en el mantel una curva de grafito delgada y negra.
Otra vez se escapó lo que hubiese querido porque estoy tan disperso como el vencedor de Lucifer. Pero sé que cuando llegue a casa voy a ponerme a pintar.
¡Un salvavidas
para éste tipo que salta
desde una cúspide!
.
*Dibujo del autor realizado a partir de una obra de Lucrecia Lionti.
**Nacido en Cafayate, Salta. Es artista visual y escritor.